Hno. Pedro Sauer: “una actitud de servicio encomiable”

Quienes lo conocieron de joven –cuenta el P. Vicente Tirabasso– decían que era un “bocho” en matemáticas, de lo que era profesor. Muy tempranamente tuvo un cuadro de “surménage”, por lo que estuvo como acompañante en varias Casas, pero sin tareas fijas. Probablemente algo hereditario y una situación afectiva que le costó elaborar, detonaron en ese cuadro psiquiátrico. Siempre soñó ser sacerdote, lo cual había sido su vocación inicial, aunque luego aceptó quedarse como hermano coadjutor. Tanto lo anhelaba que, en sus últimos años, mientras estaba en la casa de salud, cíclicamente se presentaba al inspector de turno para compartirle esta inquietud. (Risueñamente podemos contar que siempre iniciaba el diálogo diciendo que la Virgen se le había aparecido y le decía que tenía que ser ordenado sacerdote… pero… casado). Normalmente esto ocurría cuando descuidaba un poco su medicación. Alegre, fraterno, piadoso. Gran hincha de River y le gustaba hablar de fútbol; también había sido un gran jugador, con una potente patada para los tiros al arco. 

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Había nacido el 23 de marzo de 1929. Sus padres, José Sauer y Pauline Wildemberger, llegaron entre los inmigrantes a los que se llamaba “los alemanes del Volga”. Después de pasar algún tiempo en Buenos Aires, se establecieron en las colonias alemanas del sur de la provincia, en la zona de Coronel Suarez. Fundaron una famililla numerosa, entre los hijos nació Pedro. Las condiciones económicas eran de extrema pobreza, hasta que lograron establecerse en el campo de un hermano de José, en Stroeder (Provincia de Buenos Aires). Edificaron allí un rancho de barro, donde habitaron varios años, hasta que, al mejorar su economía, pudieron hacerse una casita y pasar después a Stroeder. Para entonces, Pedro y un hermano, ya estaban en Fortín Mercedes.

Fortín, su segundo hogar

Fortín, fue realmente para Pedro, su casa, su familia, el hogar donde vivió, estudió y se formó cristiana y humanamente. Alegre, sencillo, humilde en su actuar, fue labrando la vocación salesiana para el apostolado en la misión, que quería cristalizar en la docencia.

Hizo el noviciado en Fortín, concluyéndolo con la primera profesión religiosa el 28 de enero de 1948. Profesó como clérigo. Realizó el tirocinio en el mismo Fortín y después del primer año de Teología optó por ser coadjutor.  Fue así como pasó en 1955 a Junín de los Andes; en 1961, a San Carlos de Bariloche; en 1970, a Fortín Mercedes; en 1974, a Bahía Blanca – La Piedad; en 1984, a Stefenelli; en 1986, otra vez a Fortín Mercedes; en 1987, a Viedma, y desde setiembre de ese mismo año pasó a la Comunidad de la Enfermería “Artémides Zatti” en Bahía Blanca.

Fue feliz en la docencia, especialmente de su “hobby” –como él decía– que eran las matemáticas. Para perfeccionarse en ese estudio fue a Bariloche donde inició un curso de estudios superiores de matemáticas. Al mismo tiempo comenzó a dictar con gran éxito cursos de esa materia en el Secundario. Lamentablemente, tuvo que dejar esta actividad y cambiar de lugar, pasando a Fortín Mercedes, para evitar la persecución afectiva de una alumna, de la que él también se enamoró. Era admirable la sencillez e inocencia con que él mismo contaba el episodio, que –decía– le dejó secuelas durante toda su vida. Posiblemente estas tensiones sumadas a un incipiente estrés, comenzaron a producir en él un trastorno psíquico de personalidad que lo afectó para toda su vida. Fueron años que cargó esa cruz, con sus tribulaciones y mejorías, con avances y retrocesos, sin posibilidad de vivir una situación normal.

Para buscar alivio a su mal, lo trasladaron a Junín de los Andes donde vivió, según su testimonio los mejores años de su vida. Hizo allí de consejero, pero su entusiasmo y laboriosidad, lo llevó hasta hacer de albañil de la casa, acarreando ladrillos y preparando materiales para la construcción del colegio y de las casas de los indígenas. Pasó luego por Bariloche, por Fortín, por La Piedad, por Stefenelli, por Viedma y, desde setiembre de 1987, pasó a la Comunidad de la Casa Zatti de Bahía Blanca, hasta el final. Al morir tenía 64 años de profesión religiosa y 83 años de edad.

En la Casa de Salud

“El surmenaje sufrido estando en Fortín Mercedes –dice el P. Joaquín López Pedroza– le dejó secuelas para el resto de su vida. No obstante, a pesar de las limitaciones, tuvo siempre una actitud de servicio encomiable. Era fácil entablar una conversación con Don Pedro sobre los temas más variados. Su gran amor por la vida consagrada hacía que, en los tiempos más agudos de su crisis de salud, los viviera anhelando volver a su comunidad”.

En la Casa Zatti, con otros salesianos que lograban valerse por sus propios medios, se dedicaba a la lectura, al estudio y, sobre todo, a la oración. Pedro estudiaba alemán y leía mucho. “Me consta personalmente porque le presté a su pedido, varios libros de filosofía y, si bien yo creía que no los leía, encontré al final en su escritorio varios cuadernos de apuntes que sacaba de esas lecturas”, agrega López Pedroza.

El núcleo duro

A medida que se lo iba conociendo se descubría en él un dolor oculto y reprimido que lo aquejaba, desde hacía tanto tiempo, y que podríamos decir que era el núcleo secreto que constituía su fragilidad y, al mismo tiempo, su fortaleza. Se encontraban en él sus dramas y sus delirios, sus aspiraciones más hondas y sus temores ocultos. Él afirmaba tener la certeza de que la Virgen le había dicho que sería sacerdote. Con todo, contradictoriamente anhelaba el casamiento y la paternidad y la vida de familia. Indudablemente, ese núcleo, era la historia de toda su vida y la causa de sus desvelos y de sus males, pero también, increíblemente lo sostenía y alentaba serenándolo. No por nada los antiguos, creían ver en ese tipo de enfermos, una presencia especial de Dios.

Su figura moral

Las notas características de su espiritualidad eran su amor al Santísimo y a María Auxiliadora, en la que tenía una fe y confianza ciega, casi infantil. Tenía especial devoción por una imagen del Niño Jesús, que hay en una capilla interna del Colegio Don Bosco, adonde bajaba con frecuencia, y a Laurita Vicuña. También algunas veces se escapaba, especialmente para ir a la tumba de Laura en la Capilla del Colegio María Auxiliadora. Siempre encontré en él, incluso en los momentos de crisis, una obediencia y disponibilidad total. Era como si se confiara plenamente en lo que se le pedía y como si encontrara seguridad y alivio, en aquello que se le indicaba. Por ejemplo, “en el momento en que se descompuso, cuando estaba gritando que no iría al hospital como se lo pedían los médicos, apenas yo le dije que aceptara ir a sacarse una radiografía y hacerse un chequeo, sin más dilación, se puso en marcha, diciéndome al despedirse: ‘a la vuelta jugamos un truco’”, dice López Pedroza.

Su participación en la Liturgia, era proverbial y muy especial. Su espíritu de servicio, en las pequeñas actividades comunitarias de la mesa, eran humildes y cariñosas. Tenía amor por la lectura, el estudio y la fotografía. En la vida comunitaria era un hombre querible.

Recuerdos

“Los largos años de enfermedad –dice Mons. Esteban Laxague– lo han unido a Jesús crucificado. Lo recuerdo con cariño como nuestro profesor de matemáticas en Fortín Mercedes por los años 70. También los largos años compartidos en Bahía, él desde la casa de salud y yo, o en La Piedad o en el Don Bosco. Su preocupación por la educación de los jóvenes, las vocaciones, su devoción a María Auxiliadora, a Ceferino”.

El Padre José Juan Del Col recuerda que “lo conoció en Bariloche cuando estaba psíquicamente sano. Gozaba de fama de andinista entusiasta. Y en la docencia se destacaba como profesor de matemática. Lo recuerdo como un hermano agradable, a pesar de su desfasaje psíquico. Supo arrostrar con serenidad esa falla, que a veces determinó su internación en la Clínica Privada Bahiense; internación normalmente breve. En él yo admiraba su bondad, su amabilidad y su cercanía a los hermanos enfermos. Era notable su espíritu de piedad: a menudo se paseaba por el pasillo central de la enfermería desgranando rosarios; era puntual y constante para el rezo comunitario del rosario, a eso de las 18.30; inclusive, le gustaba dirigirlo; en la celebración eucarística diaria se había reservado la primera lectura, y entonaba y cantaba con ganas unos cantos tradicionales”.

A menudo quería ser escuchado como en dirección espiritual, pero era más bien para confiarme sus “sueños” o “fantasías” espirituales, con urgentes visiones y mensajes de la Virgen; pero se tranquilizaba en seguida al decirle que no hiciera caso de eso y encomendara su vida y estado de salud al Señor, en cuyas manos estamos. De todos modos, aun en su desfasaje psíquico revelaba rasgos valiosos, tales como una acendrada devoción a la Virgen, observancia religiosa, afán de contribuir a la causa del Reino de Dios.

Su pascua

Pedro Sauer falleció el 2 de noviembre del 2012, a las 3 de la madrugada en la guardia del Hospital Español, donde lo habían llevado por un problema de obstrucción intestinal. Todo fue muy rápido, no tuvo grandes sufrimientos y estuvo lúcido hasta el final.

 

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