Enrique Albertani: Porque mucho antes que Francisco dijera “Hagan lío”, él ¡vaya si hacía lío! 

A veces hay seres de luz que caminan a nuestro lado a paso desapercibido, en silencio, y se van sin molestar a nadie, pero eso sí, marcando a fuego a algunos, quizá no a muchos, pero sí a quienes supieron ver más allá de los silencios y las sombras. Ese, creo, es el caso del P. Enrique “Quique” Albertani a quien hoy nos toca despedir en casa.

Enrique pasó “efectivamente” a la Casa del Padre el jueves 22 de mayo, a las 8.30 h. Y digo “efectivamente” porque seguramente su mente, su espíritu y su corazón ya estaban con Dios, la Auxiliadora y Don Bosco desde hace varios años atrás. Sus últimos años, sus últimos casi 10 años, los vivió en profunda decadencia física y mental hasta quedar su cuerpo totalmente tullido y su mente desconectada del mundanal ruido. Así fue su cruz durante sus últimos años, postrado en una cama.

Esa cruz martirial, prolongada en el tiempo, hoy le valió la resurrección al escuchar las palabras del Buen Pastor que le dijo: “Vení a mí, bendito de mi Padre, porque tuve hambre y vos me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estuve enfermo y preso y me viniste a ver, desnudo y me vestiste…” (Mt. 25). Y no exagero, porque sin mandarse la parte ni publicar jamás lo que hacía, así vivió Enrique y así lo recuerdan quienes fueron sus jóvenes de antaño. Un hombre de una sencillez infinita, de presencia silenciosa y jocosa a la vez, de andar tranco a tranco pisando barro en busca de pobres y de jóvenes… Literalmente pisando barro como aquel día en que lo buscábamos desesperadamente porque había desaparecido (ya solía perder noción de tiempo y espacio)… y dónde había ido en ese lluvioso mediodía: simplemente, al barrio porque allí estaban los pobres. Un cura con olor a oveja… y ¡con qué olor a oveja! Hasta se reía de eso y del poco pelo que le iba quedando.

Lo recuerdo allá por los 80, como nuestro profe de Catequética en el profesorado de filosofía; desalineado y de muy bajo perfil, desentonando del resto. Era el salesiano que desde Almagro iba todos los fines de semana arrastrando jóvenes que lo acompañaran para ir a un barrio muy pobre que por entonces estaba reperdido en la zona de Moreno y La Reja. Allí lo esperaba su gente a la que pastoreaba sigilosamente; nadie sabía lo que hacía, pero ellos, los jóvenes que iban con él y la gente del barrio, sí lo sabían. Lo único que sabíamos es que le gustaba hacer lío.

Lo recuerdo como el buen hermano con el que compartí mis años de tirocinio en Santa Catalina; un hermanazo silencioso y siempre con mejor onda. Si hasta un día, saliendo de mi habitación, me lo encuentro sentado en el ascensor que se había quedado en un entrepiso: allí estaba Quique, patas colgando hacia el 3° piso y medio cuerpo asomando en el 4°, a la espera que alguien apareciera porque él no iba a molestar ni llamar a nadie.

Lo recuerdo como el día en que puse cara de sorpresa cuando en una radio de Río Gallegos me preguntaron: “¿vive el Padre Enrique?” Cuando les dije que sí, se apersonaron varios hombres de mi edad y un poco más grandes para que los contacte con ese cura que los marcó a fuego en su infancia. Había sido el buen director del primario y su catequista en el Salesiano de Gallegos.

Cuando lo vi el viernes pasado en una lúgubre noche lluviosa, allí estaba, apenas pudiendo resistir en una digna y muy humilde cama de hospital de pobres, el Hospital de Boulogne, y debí firmar el acta de limitación de esfuerzos terapéuticos y no reanimación, supe que era muy probable que esta vez sí era su última internación. Y cuando nos avisaron de su Pascua tuve dos reacciones; la primera, preguntarme cuál sería la primera macana que se habrá mandado al encontrarse con San Pedro (o quizá con Francisco); porque mucho antes que Francisco dijera “Hagan lío”, él ¡vaya si hacía lío! y cómo lo disfrutaba con su sonrisa tímida y sonora. La segunda reacción, y aunque suene raro y feo, fue darle gracias a Dios que lo haya llevado a su lado: se lo merecía, ya tenía el cielo ganado, y la vida que llevaba por su enfermedad ya no era vida. Y se fue tan sin molestar que quienes vivimos a su lado los últimos tiempos no nos percatábamos de su presencia salvo que entráramos expresamente a su habitación a saludarlo, a hablarle, a rezar junto con él aunque él ni cuenta se iba a dar. Y pasó tan sin hacer ruido por este mundo que ni siquiera una foto suya pudimos encontrar.

Alejandro Gervasini lo definió con cuatro palabras: “hombre y cura muy sencillo”. Como escribió su amigo Andrés Itoiz: “damos gracias a Dios por su entrega fiel, su cercanía fraterna y su servicio a los jóvenes y a las comunidades que acompañó”.

Chau, Enrique, hasta la vuelta del camino. Hoy tenemos tu cuerpo por última vez en casa, en nuestra Casa Zatti; mañana al mediodía estaremos celebrando la Eucaristía en nuestra capillita, junto a tus restos, para después acompañarte hasta donde, junto al resto de nuestros hermanos, esperarás la gloria definitiva en nuestro cementerio salesiano de La Plata. De paso, reservanos un lugarcito porque nunca sabemos ni el día ni la hora en que llegará el Dueño de la mies.

Juan Francisco Tomás sdb

PD: El P. Enrique Albertani había nacido en Buenos Aires el 23 de diciembre de 1938; profesó como Salesiano de Don Bosco en 1961 y fue ordenado sacerdote en 1968. Falleció en San Isidro a los 87 años luego de una larga y hermosa vida de servicio salesiano a los pobres y a los jóvenes.

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