Por Gabriel Zanotti
El lunes 1 de noviembre de 2021 lo fui a ver a Francisco Leocata. Estaba perfectamente bien. Pero, evidentemente, Dios había decidido otra cosa.
Ir a ver a Leocata se había convertido para mí en una rutina privilegiada. Desde 1982, yo lo iba a ver, una vez cada dos meses, más o menos.
En ese año fue mi profesor de Filosofía Contemporánea en la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA). Llegaba con un portafolios negro, de formato antiguo, que no abría. Y comenzaba a hablar. Autor, obras, circunstancia histórica, cada una de sus obras, todo…. Y mucho más. Una interpretación general del pensamiento moderno y contemporáneo, donde la distinción entre Iluminismo y Modernidad era el eje central.
Así como Luis S. Ferro fue para mí la puerta de entrada y llegada a la Metafísica de Santo Tomás, Leocata fue para mí la entrada a toda la filosofía.
Ese año entendí a Husserl como autor clave para captar la relación entre la escolástica, el pensamiento moderno y la filosofía continental contemporánea.
Leocata fue el único profesor al que fui a escuchar luego de terminar la UNSTA. Cursé con él filosofía moderna y filosofía del lenguaje.
Pero en 1983 le pedí ser su ayudante en el Profesorado Don Bosco (que él había convertido en un studium dominico) y desde allí comencé una relación tutorial y de amistad que siguió casi 40 años más. Era un aprendizaje permanente. Con él estudié Husserl sistemáticamente y todo autor y todo tema que rondara mi pobre inteligencia al lado de sus respuestas.
No sé cómo nos hicimos amigos. Él era muy tímido y reservado. Pero en nuestra amistad, se abría y me confiaba sus opiniones más íntimas sobre todo lo que pasaba en la Iglesia, en la Argentina y en Europa. Nunca las voy a hacer públicas, pero fueron conformando mi pensamiento y moderando mis intuiciones más infantiles.
Sabía perfectamente el desierto donde estaba parado. Totalmente distante de las teologías de la liberación, de los repetidores de la Quanta cura y de todo post-modernismo, se fue quedando muy solo. Claro, los que estaban en la superficialidad no se atrevían con él. El podía citar de memoria todo Hegel, todo Heidegger, en Alemán, de atrás para adelante, de arriba para abajo, y jamás los confundía con Santo Tomás cuyo eje central creacionista él había captado a la perfección. A todos los autores los leía en su idioma original y cada vez que estaba muy cansado, leía a Aristóteles directamente en Griego, para distraerse.
A los adoradores de Hiedegger que presentaban a este último apenas un poco por abajo de Jesucristo, yo les decía: ¿por qué no vas a hablar con Leocata? Nadie fue. Nunca.
Su explicación de la filosofía moderna y contemporánea no tenía nada que ver con la de Fabro. Todos se daban cuenta; casi todos –excepto muy pocos– diferían, pero el silencio era la respuesta, mientras él seguía publicando sus libros, que casi nadie entendía, y nadie leía, especialmente los que diferían con él y hablaban todo el tiempo de Marx o de Heidegger como si fueran Abraham o Moisés.
No es este el momento de reseñar su pensamiento, como ya lo hizo perfectamente Carlos Hoevel.
Sólo señalar que perdimos a un filósofo a la altura de un Paul Ricoeur. Rezo para que sus obras sean traducidas y obtengan alguna vez el reconocimiento internacional que merecen.
En un mundo confundido que se deshace entre el positivismo, el postmodernismo y la supina ignorancia de Santo Tomás, Leocata es esencial para un tomismo fenomenológico que supere la dicotomía entre razón y fe en la cual los mismos católicos, contradictoriamente, están inmersos. Leocata es EL filósofo, a la altura de Ratzinger, para entender la relación entre Iglesia y mundo moderno, relación sin cuya comprensión, el Vaticano II seguirá siendo signo de contradicción entre todos los católicos.
La historia de la Iglesia cambiaría si las obras de Leocata fueran leídas por todos los seminaristas.
De ese gigante yo fui alumno permanente, de esta figura inconmensurable tuve el regalo de ser su amigo, de compartir un cafecito, muchas veces al año, de acompañarlo luego a alguna de las casas salesianas donde vivía, donde me despedía con una tímida sonrisa que expresaba su paz y su amistad.
Tengo conmigo todos sus libros, dedicados por él, con letra pequeña y expresión acotada. Pero mis cafecitos con él se fueron para siempre. Lo voy a extrañar mucho. Su obra, su corazón y la intimidad de sus palabras ya forman parte de mi vida para siempre.
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