Por Micaela Jaramillo
Tuve la fortuna de que mis padres, desde mis 5 años, me dieran la posibilidad de estudiar en un colegio donde conocí a los salesianos de Don Bosco. Fue mucho más que una escuela, también fue casa, patio y parroquia. Ese espacio me acompañó hasta mis 18 años y hoy sigue presente en mi misión y proyecto de vida. Allí recibí lo más lindo que puede pasarle a un joven, amigos, diversión, empatía, habilidades, valores, seguridad, contención y amor. Todo ese patio que me formó y me vio crecer es el que quiero transmitir a los pibes que voy conociendo en el camino.
Gracias a ese patio, hoy elijo decir que sí: dedicar un año de mi vida en la ciudad de Trelew y sus alrededores, intentando ser signo de amor en la comunidad que me recibe. Creo profundamente que con amor todo se transforma, y qué mejor que la amorevolezza para educar y acompañar a los jóvenes, como lo soñó Don Bosco: con afecto, cercanía y bondad. Porque a los pibes (y me atrevo a decir que a todos) no nos basta con que nos amen; necesitamos darnos cuenta de que nos aman.
En enero de 2023 tuve la oportunidad de hacer un voluntariado de verano en Chubut, recorriendo la “Meseta” junto al P. David García y visitando parajes rurales y comunidades de pueblos originarios. La vida compartida y el encuentro con la gente me dejaron con ganas de más. Quería que esos días, en los que me sentía plena y en presencia continua de tata Dios, fueran parte de mi vida diaria. Por eso, una vez que terminé mis estudios universitarios de enfermería, me animé a volver a esta hermosa comunidad salesiana.
Salir de casa y de la zona de confort nunca es fácil, pero estoy convencida de que es Jesús quien nos invita a la misión. Como enfermera, amo mi profesión, aunque muchas veces la vorágine del trabajo, el dolor y el sufrimiento me dificultaban encontrar la presencia de tata Dios. Hoy descubro que el Sagrado Corazón de Jesús me invita a mirar más allá del ruido y encontrarlo en la realidad, incluso en cada persona que sufre.
Vivo en una comunidad salesiana con parroquia, patio, Centro de Formación Profesional y casa. En cada espacio y en cada persona descubro, casi mágicamente, el rostro de nuestro Padre. Cuando el ruido de la vida me nubla, siempre aparece alguien que me salva. En mi camino, esas luces son los pibes que nos visitan y llenan de alegría.
Gracias a ellos y a la comunidad, me descubro cada día, con mis virtudes y mis “defectos”, pero siempre abierta a transformarme. Voy corazonando la vida y haciendo discernimiento desde el encuentro, para soñar y concretar juntos. Para ser, como dice el Evangelio, sal y luz del mundo, teniendo “ojos abiertos, oídos atentos y manos dispuestas”.
Hoy soy sembradora de esperanza, y sé que alguien vendrá a continuar o cultivar lo sembrado. Como alguna vez me dijeron: unos siembran, otros riegan y otros cosechan.
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